Se extinguieron jaleos y luces:
todo está sumido en calma.
Se escapan por alguna ventana abierta
orgullosos ronquidos del jornalero.
Su mujer al lado resopla quejidos
cotidianos de esposa devota y madre.
Y sus cuatro hijos, diablillos traviesos,
por fin duermen como los angelitos
santos, colmados de pan y manzanas.
Es la hora terrible de enfrentarme
a los pensamientos rebeldes, que no se convencen
de que ha terminado por hoy la jornada.
La mente se fija en un punto muerto
perforando el techo hasta los cielos
y, por dormir, empieza a contar ovejitas,
como un pastor que se queda de noche
en el campo a vigilar su rebaño.
Aunque los perros no ladren, él sabe
que el delincuente lobo-lobito merodea
hasta altas horas de la madrugada.
El pastor, con los ojos entreabiertos,
recuenta a sus ovejitas blancas,
blancas como su cálida lana
que abriga los trepidantes miedos,
o como su leche materna que salva la vida
del sueño prematuramente nacido.
Igual que mis pensamientos, el pastor no duerme,
pues le falta en recuento esa única ovejita negra
que se marchó del rebaño a buscar su destino.
Por favor, Señor, que no le ocurra nada.
¿Estará enferma? ¿Pasará el hambre?
¿Hallará un descanso leve en algún redil extranjero?
No. No duerme el pastor de mis pensamientos,
añorando a su distinguida ovejita negra:
la más amada, pródiga venturera.
Elén
Kalintchenko Taller Creativo
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