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lunes, 31 de diciembre de 2018

Reflexiones de fin de año

Todo cae por su propio peso.

Hace como tres años, pensaba que la perfección humana era posible por los buenos sentimientos que a veces se presentan en pequeñas circunstancias de la vida, incluso para no exagerar si no era completa pues esperaba que un poco sí, pero lo que no podía comprender eran en los errores que cometemos las personas, la verdad sentía que una traición se pagaba con lo peor que se le puede dar a una persona, o al menos dejar de tratarla como lo que se supondría que fuera una persona.

Hasta que no me pasó por la mente que yo podría estar en sus zapatos y para bien o para mal se tomó esa decisión para ser franco me tomaron años comprenderla pero me sirvió para crecer como persona y entender que las personas no somos perfectas.

Cuando trates de poner tu dedo y juzgar a una persona primero piensa en todas las acciones malas que has cometido y piensa en que quizás no debes de apuntar y marcar, si no debiéramos ayudarnos a crecer como lo que somos y así aprender a salir adelante.

Hay cosas que aparentemente no se olvidan y viven en ese extraño lugar que se llama recuerdo, a veces gris, a veces tan oscuro, que no nos permiten ver con claridad, siendo tan malo lo que pasó, tratemos de ver en nuestro en nuestro interior y pensar si es justo quedar con el rencor en nuestros corazones o simplemente perdonar esta injuria producida. Al fin y al cabo no estamos eximidos a equivocarnos.

Hace tiempo leí "ten cuidado con lo que das, porque podrías recibirlo algún día". Efectivamente, esta ley no falla y siempre se pagan nuestras acciones, solo que para la persona que lo dice con ánimo de que le quede claro a otra que pagará por su acción y se siente capaz de jugar como un "dios", le invito a que piense en todas sus acciones y piense si él es perfecto.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Insomnio

Se extinguieron jaleos y luces:
todo está sumido en calma.
Se escapan por alguna ventana abierta
orgullosos ronquidos del jornalero.

Su mujer al lado resopla quejidos
cotidianos de esposa devota y madre.

Y sus cuatro hijos, diablillos traviesos,
por fin duermen como los angelitos
santos, colmados de pan y manzanas.
Es la hora terrible de enfrentarme
a los pensamientos rebeldes, que no se convencen
de que ha terminado por hoy la jornada.


La mente se fija en un punto muerto
perforando el techo hasta los cielos
y, por dormir, empieza a contar ovejitas,
como un pastor que se queda de noche
en el campo a vigilar su rebaño.

Aunque los perros no ladren, él sabe
que el delincuente lobo-lobito merodea
hasta altas horas de la madrugada.


El pastor, con los ojos entreabiertos,
recuenta a sus ovejitas blancas,
blancas como su cálida lana
que abriga los trepidantes miedos,
o como su leche materna que salva la vida
del sueño prematuramente nacido.


Igual que mis pensamientos, el pastor no duerme,
pues le falta en recuento esa única ovejita negra
que se marchó del rebaño a buscar su destino.
Por favor, Señor, que no le ocurra nada.
¿Estará enferma? ¿Pasará el hambre?
¿Hallará un descanso leve en algún redil extranjero?



No. No duerme el pastor de mis pensamientos,
añorando a su distinguida ovejita negra:
la más amada, pródiga venturera.


Elén Kalintchenko Taller Creativo

jueves, 20 de diciembre de 2018

La manzana

Toda culpa sigue siendo de Eva
que a mordiscos quebró el tabú divino.
Desde entonces… ¿quién quisiera devolver la vista
a la ciega de nacimiento justicia?


O curar la mudez del discreto silencio
que esconde nuestros mejores secretos
detrás del espejo -traidor confidente-
que dibuja nuestra imagen con pintas
de insolentes pecadores felices.

¡Ay, qué ganas, qué ganas incontenibles!

de entregar al espejo mi cuerpo desnudo,
pero no me basta con solo morder la manzana
por llenar la boca de su dulce jugo vedado.
Pues anhelo, hasta que llegue nuestro ocaso,
pan y vino diarios compartir contigo,
recogiendo juntos los delicados racimos
con las manos manchadas en fermentada harina:
que seamos viñadores de nuestros placeres
y panaderos de nuestros hambrientos destinos.



No me tientes, mi espejito,
no voy a morder la manzana,
porque soy Poesía fecunda que llueve
irrigando la tierra. Y luego despeja los cielos
con su radiante cariño cultivando el fruto
de la vida que a todos nos nutre.


Elén Kalintchenko Taller Creativo

jueves, 13 de diciembre de 2018

La sombra

Dulce sombra de mi vida,
¿cómo es que ya no me sigues?
¿Por qué estás tan indolente, echada
sobre esa blanca e inhóspita cama?


Anda, vámonos, sal conmigo
de esta casa que huele a miedo
y también a moribundo podrido,
al que la muerte le ha señalado
con su largo dedo ganchudo.


No te quedes inmóvil, sombra mía,
si jamás me habías fallado.
¿Cómo es que ya no me miras?
Soy la luz que tú replicabas,
arrastrando tu grisácea forma
tras zancadas mías y pasitos inciertos
de intentos, fracasos y glorias.



Venga, sígueme como siempre,
no puedes dejarme ahora,
porque nunca muere la sombra
antes de que muera su amo.


Elén Kalintchenko Taller Creativo

jueves, 6 de diciembre de 2018

Bellas mentiras

Viento recio e indeciso,
dime que me amas.
No importa si me mientes:
las mentiras bellas no duelen.

No permitas que mi flor muera
en algún container del florista.
Antes de que ella se marchite,
llévame contigo lejos
de escaparates urbanitas
al lugar de los ensueños,
donde no existen compraventas.

Déjame besar tu alma
con mis labios partidos.
Haz que vuele mi palabra
a tus hombros remontada,
libre de tributos y promesas.

Dime, Viento, que me amas.
No importa si me mientes:
las mentiras bellas no duelen.

Elén Kaintchenko Taller Productivo

jueves, 29 de noviembre de 2018

La infancia

No he visto nada más bello y dulce
que la risa beata de un niño sufrido,
que perdona —tal vez— pero no indulta
los juegos bélicos que el mundo le brinda.

No puedo, señores, de verdad no puedo
reflejarme en esa mirada adulta y fija
de cristal herido, al que robaron su inocencia.
Cual espejo cansado de clamar esperanzas
al vacío brutal, que evoca los recuerdos
de mi falsa y breve infancia
(que al menos tuve a ratos).

Por favor, decidme: ¿Quién se atreve
a remendar el telón rasgado
de nuestra historia teatral empapada en sangre?
Os confieso que yo no puedo. De veras.
Y si los poderosos que hemos cebado no quieren,
nadie puede. Entonces…
que mueran todas ingenuas risas
de aquellos infantes que antaño fuimos.

Elén Kalintchenko Taller Creativo

jueves, 22 de noviembre de 2018

Elén Kalintchenko Taller Creativo

Mis tremendos amores

He amado ojos extraños
que no distinguían los colores mundanos,
sin embargo me conquistaron
con su luz sideral de profusos matices.

He amado tierras soberbias
con sus tradiciones y leyes teñidas
de absurdas rutinas polícromas,
cuya gente anémica reivindicaba
en las calles pintadas con su propia sangre
libertad de llevar con honor los grilletes
y derecho a no sucumbir de hambre.

He amado lo que no existe,
pero tiene su legendario nombre:
como los imposibles sueños
que pretenden salvar el mundo,
o esos fantasmas que se creen vivos
y a su antojo manipulan nuestro destino,
o como la poesía hermosa
(la más predilecta e intangible de todos)
que inspira las reflexiones del alma
y nos tienta con sus dedos sublimes
mientras no permite que la manoseen.


He amado y sigo amando,
por lo visto es mi cruz innegable:
regalar el amor a cualquiera.
¿Lograré acaso
que alguno me ame de veras?

jueves, 15 de noviembre de 2018

Cuando has tocado fondo


Cuando has tocado fondo,
cuando lo has perdido todo,
cuando has muerto en vida,
piensa que ya no tienes nada que perder.
porque cuando pierdes el miedo a perder,
pierdes el miedo a soñar,
a hacer lo que siempre quisiste hacer,
a ser quien soñaste ser.
Cuando pierdes el miedo a perder,
descubres que dentro de ti,
hay un ser invencible, y por fin,
puedes actuar con total libertad
para sacar lo mejor de ti.

Javier Jorge autor de "La última raya"

jueves, 8 de noviembre de 2018

El reloj

¿Dónde estás, Amor errante?
¿En qué atajo de anhelos falsos
sin luna ni estrellas te perdiste?

Te rebusqué por todos los rincones
del cielo desgarrado, del ensueño viudo,
de los instantes rotos, del ocaso
incandescente que todavía arde
desde que juntos le prendimos el fuego.

Seguí buscándote infructuosamente
en las metáforas primaverales,
en la escarcha del prosaico invierno,
en el espacio de ondas navegables
(el que nos trata como pececillos
deliberadamente atrapados en las redes).

No te hallaba por ninguna parte,
aun dudé si existías.
Pero luego te encontré en mis latidos,
esos pasitos vulnerables del reloj caduco
que marca el horario como mejor puede
y siempre se avería en aquel momento,
cuando parece que por fin la vida
haya vencido la muerte.

Elén Kalintchenko Taller Creativo

jueves, 1 de noviembre de 2018

El beso

I
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
-Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
-¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
-En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
-He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.
II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
-Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
-Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
-¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
-Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
-¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
-¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:
-Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
-No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
-Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
-No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
-¿Era sorda?
-¿Era ciega?
-¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
-Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque era... de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
-¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
-¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
-De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
-Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
-Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
-Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
-Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
-Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
-¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.
-Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
-¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
-¡Se beberá vino del país!
-¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
-Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
-Conque... ¡hasta la noche!
¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
-¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
-Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
-Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
-Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:
Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
-Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
-En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
-¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
-No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
-¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
-Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:
-¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
-¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
-No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!
Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
-¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.° en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
-¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
-¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:
-¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
-¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y hueso.
-¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
-¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

Gustavo Adolfo Bécquer

jueves, 25 de octubre de 2018

El monte de las ánimas

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcóny las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

Gustavo Adolfo Bécquer

jueves, 18 de octubre de 2018

Puedo escribir...

PUEDO escribir los versos más tristes esta noche.


Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada, 
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

...
Pablo Neruda

jueves, 11 de octubre de 2018

Esta noche dime que me quieres

A todos nos gustaría volver atrás, todos tenemos al menos una cosa que arreglar. Pero no se puede. Hay que vivir con los remordimientos. Sólo se puede intentar olvidarlos o superarlos. Hacer algo que te permita sentirte mejor. Pero no podemos renunciar a la vida por algo que tal vez hubiera ocurrido de todos modos.

Federico Moccia

jueves, 4 de octubre de 2018

Perdona si te llamo amor

Si puedo decirle a otra persona "te amo", debo estar en condiciones de decir: amo a todo el mundo en ti, amo a todo el mundo a través de ti, en ti también me amo a mí mismo.

Federico Moccia

jueves, 27 de septiembre de 2018

Llagas de amor

Esta luz, este fuego que devora.
Este paisaje gris que me rodea.
Este dolor por una sola idea.
Esta angustia de cielo, mundo y hora.

Este llanto de sangre que decora
lira sin pulso ya, lúbrica tea.
Este peso del mar que me golpea.
Este alacrán que por mi pecho mora.

Son guirnalda de amor, cama de herido,
donde sin sueño, sueño tu presencia
entre las ruinas de mi pecho hundido.

Y aunque busco la cumbre de prudencia
me da tu corazón valle tendido
con cicuta y pasión de amarga ciencia.

Federico García Lorca

jueves, 20 de septiembre de 2018

Soneto gongorino

Este pichón del Turia que te mando,
de dulces ojos y de blanca pluma,
sobre laurel de Grecia vierte y suma
llama lenta de amor do estoy parando.

Su cándida virtud, su cuello blando,
en limo doble de caliente espuma,
con un temblor de escarcha, perla y bruma
la ausencia de tu boca está marcando.

Pasa la mano sobre tu blancura
y verás qué nevada melodía
esparce en copos sobre tu hermosura.

Así mi corazón de noche y día,
preso en la cárcel del amor oscura,
llora, sin verte, su melancolía.

Federico García Lorca

jueves, 13 de septiembre de 2018

Instantes de luz

Son esos detalles lo que lo cambian todo, los que hacen que ya nada importe, y a la vez, que todo empiece a importar.

El mundo de Jadasah

jueves, 6 de septiembre de 2018

Tu luz

Hay espacio, hay dolor, hay deseo, hay corazones llenos de agujeros... hay tanto a elegir, y tú y yo aquel día coincidir, COINDICIR aquel día...

Cuando dos almas se tienen que encontrar, el destino acerca los mundos...

Borra la distancia, une los caminos y desafía lo imposible.


Amar es solo apto para valientes.

El mundo de Jadasah

jueves, 30 de agosto de 2018

Cuando una mujer empieza a controlar sus lágrimas, acéptalo, ya la perdiste

Las mujeres somos sensibles por naturaleza, es por eso que somos capaces de ser tan suaves como una flor o tan agudas como las espinas, nuestra manera de ser es apasionada y puedes subir al cielo entre nuestros brazos o caer al suelo y probar el polvo de nuestros zapatos, todo depende de cómo nos traten.

El mundo de Jadasah

jueves, 23 de agosto de 2018

Cierro los ojos

Cierro los ojos, imaginándote en mi cuerpo, haces que pierda la cabeza, cómo me gusta que te acerques sin pensar... porque casi te rozo... llegué dos minutos tarde, casi te toco...

El mundo de Jadasah

jueves, 16 de agosto de 2018

Al fin llegué

Ha sido largo el viaje pero al fin llegué, la luz llegó a mis ojos aunque lo dudé... fueron muchos valles de inseguridad los que crucé, fueron muchos días de tanto dudar, pero al fin llegué... llegué a entender... que para esta hora he llegado, para este tiempo nací, en sus propósitos eternos, yo me vi. Para esta hora he llegado aunque me ha costado creer, entre sus planes para hoy me encontré...

Nunca imaginé que dentro de su amor y dentro de sus planes me encontrara yo, fueron muchas veces que la timidez me lo impidió... pero al fin llegué.

El mundo de Jadasah

jueves, 9 de agosto de 2018

Desnudemos nuestras dudas

Quédate hasta que la luz del alba muestre mi corazón enredado en la almohada de tu voz, que me ha rozado el alma...

Quédate, desnudemos nuestras dudad de una vez, siempre fuimos dos lunas.

El mundo de Jadasah

jueves, 2 de agosto de 2018

El mundo de Jadasah

¿Y si aquél árbol que alimenta, nutre y llena de vida nuestro mundo pudiera ver, oír y sentir como tú y yo?

Quizá sea una bella mujer que algo desea y espera, y también lucha... quizá.

jueves, 26 de julio de 2018

Magia

Magia somos tú, yo y esta absurda manía de volver a ti, a tu piel, a tus besos, a tu corazón.

El mundo de Jadasah

jueves, 19 de julio de 2018

Caminando

La vida es un viaje mucho más apasionante si se hace en compañía de aquellas personas  que nos importan y que nos demuestran su amor y cariño. Esas que nos van ganando un poco más cada día.

El mundo de Jadasah

jueves, 12 de julio de 2018

Te quiero para...

Te quiero para volvernos locos de risa, ebrios de nada, te quiero para caminar sin prisa por las calles tomados de la mano... mejor dicho, del corazón.

El mundo de Jadasah

jueves, 5 de julio de 2018

jueves, 28 de junio de 2018

Debes serlo

Tomarte de la mano me hace volar alto... muy alto, debes ser un ángel...

El mundo de Jadasah

jueves, 21 de junio de 2018

Te deseo

Te deseo coraje para decir basta, te deseo que olvides a quien se olvidó de ti, te deseo que puedas cerrar puertas y abrir ventanas, te deseo que no te conformes, que no te quedes con la culpa, te deseo que te atrevas, te deseo que te quieras, te deseo ojeras y risas, te deseo locura y magia, también te deseo errores para aprender, te deseo viento, para dejarte llevar, te deseo chispas en la mirada, colores en los días grises, paraguas para las malas tormentas y lluvia para calarte, te deseo "te echo de menos", te deseo abrazos de los que duran toda la vida cuando cierras los ojos, te deseo viajes y nuevos recuerdos, te deseo huracanes de emociones, que te hagan sentir, te deseo que te quieran sin que te necesiten, te deseo una nueva canción favorita y nueva fecha que te haga sonreír, te deseo besos bonitos, brindis con los labios y te deseo ganas... las de seguir.

jueves, 14 de junio de 2018

La lagartija Chan conoce el pueblo de Silvia García

Chan era una lagartija nada aventurera. Lo sabía porque cuando escuchaba las historias de sus abuelas lagartijas le entraba un miedo atroz con solo pensar que tenía que salir por callejuelas de pueblos llenas de muchos otros animales vecinos, al intenso sol, con muchos niños correteando… 

No se sabe por qué, pero Chan llegó con su familia de lagartijas a vivir a una zona de grandes edificios, con pocos animales alrededor y con poco sol. Correteaba todos los días por un jardín abandonado sin que nadie la molestara detrás de su alimento, entre sus flores y con su madre así que vivía muy tranquila.

Un buen día, Chan estaba caminando cerca del asfalto cuando no se enteró del ruido que hacía un niño al correr y sintió como alguien la cogía.

- ¡Ahhhhh Dios mío! ¡Me han atrapado! A mí, que vivo en la máxima tranquilidad. 

El niño tenía a Chan en su mano izquierda, la observaba y sonreía por el original hallazgo. En la otra mano tenía una pequeña jaula. 

- ¡Qué feliz soy! -dijo en alto el niño mientras metía a Chan en la jaula-. Ya tengo una mascota

Chan gritaba para sus adentros:

- ¿Dónde me lleva? Pero si soy una lagartija. Cómo voy a ser su mascota. 

No había podido avisar a su mamá y se llevaría un disgusto. 

El niño enseñó a Chan a todos sus amigos del barrio y al día siguiente la metió en el maletero del coche para llevársela de fin de semana a su casa del pueblo. Chan pensó que nunca más estaría en libertad pero no fue así, nada más llegar a un pueblo llmado Toldesilla sintió como le daba el aire en su rostro. ¡Por fin podría ser libre!

El niño apoyó la jaula en el suelo y abrió la pequeña compuerta. Chan estaba muerta de miedo, para ella era como ir a la selva. El niño la sacó con sus pequeños dedos y Chan correteo entre la tierra que nunca había conocido antes.

Por primera vez sintió que tenía sus pequeñas patas muy ágiles, con el miedo que tenía y resulta que era más fácil arrastrarse por la tierra. El niño jugaba mientras a ponerle una carretera con piedras. Chan se divertía intentando esquivarlas. De repente sintió que alguien la llamaba:

- Ey tú ¿Quién eres? ¿No te conozco?

Chan miró para la derecha y vio a un pequeño insecto muy raro para ella.

- Soy Chan la lagartija ¿Y tú? 

- Soy Teo el escarabajo. 

El niño vio que Chan se paraba con el escarabajo y los juntó a los dos en otra parte del mismo jardín. Chan y Teo se hicieron amigos esa mañana y cuando el niño se fue y los dejó solos. Chan disfrutó del intenso sol del que tanto le hablaban sus familiares, de trepar por las rocas, de comer más variado que en la ciudad… ¡Qué divertido era el pueblo!


Pasaron varios días y Chan disfrutaba del entorno cuando por segunda vez en tan poco tiempo sintió que lo volvían a atrapar. Intentaba mover su cuerpo para percibir quien era esta vez y volvió a reconocer al niño al que le tenía que estar agradecida. Otra vez la horrible jaula. El niño consiguió volver a meter a Chan en el recipiente y llevárselo a la ciudad de nuevo.

Chan pensaba que al final si lo cambiaba de sitio se volvería a quedar solo pero no fue así. El niño lo devolvió al mismo lugar donde lo había cogido y Chan pudo encontrarse con su familia de lagartijas que la habían echado de menos y disfrutaron mucho de las historias nuevas que Chan contó.

Valores: valentía y superación.

jueves, 7 de junio de 2018

El conejito soñador de Eva María Rodríguez

Había una vez un conejito soñador que vivía en una casita en medio del bosque, rodeado de libros y fantasía, pero no tenía amigos. Todos le habían dado de lado porque se pasaba el día contando historias imaginarias sobre hazañas caballerescas, aventuras submarinas y expediciones extraterrestres. Siempre estaba inventando aventuras como si las hubiera vivido de verdad, hasta que sus amigos se cansaron de escucharle y acabó quedándose solo.

Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.

- Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
- Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
- ¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
-  ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿ Tú crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mí me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias como la tuya pero no sé...

El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo la conejita-

Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que leyeron a niños de todo el mundo.

Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus historias.

Valores: amistad y autoconfianza.